Ibón Chelau o lago Helado de Monte Perdido.
logo
jueves, 18 de septiembre de 2008
Vías de iniciación en el Abantos
Charly dejando a su espalda la octava maravilla del mundo
¡Qué tio más duro!
¡Qué tio más duro!
Placas guapas, accesibles y disfrutonas...
El Presi gozando de la cópula con la roca
Charly contemplando la serena belleza de sus montañas
Saliendo de San Lorenzo de el Escorial por la carretera que sube al Malagón, se llega al segundo mirador. Una carretera cerrada con barrera será el comienzo de la subida. Un camino a la izquierda entre pinos va zeteando hasta unas placas visibles, 15 minutos. Hay cuatro lineas de dos largos cada una menos la del centro que sube de un solo largo hasta las anillas de reunión.Las vías son de baja dificultad aptas para todo el mundo que quiera aprender este bonito deporte. Parabolts y anillas en las reuniones. Cara sur, se recomienda no ir en verano. IV,IV+.
viernes, 29 de agosto de 2008
Añisclo
Uno de los valles más bonitos del macizo de Monte Perdido es Añisclo. Su orografía es espectacular así como su flora. Por su desfiladero discurre el río Bellós y tiene una longitud de unos diez kilómetros. Nace en el collado del Añisclo y siguiendo la dirección sur concluye en la confluencia del río Aso.
Una carretera de una sola dirección conduce desde el pueblo de Escalona hasta la entrada del propio Valle de Añisclo, donde al atravesar un imponente puente medieval, se llega a la Ermita de san Urbez.
Una carretera de una sola dirección conduce desde el pueblo de Escalona hasta la entrada del propio Valle de Añisclo, donde al atravesar un imponente puente medieval, se llega a la Ermita de san Urbez.
Interior de la Ermita rupestre
San Urbez o Urbicio, nació en Burdeos en una familia profundamente cristiana. Vino a España a liberar de manos de los moros las reliquias de los santos Justo y Pastor, retirándose luego a las montañas del Pirineo llevando una vida de anacoreta. Son varios los lugares altoaragoneses donde se supone su presencia. Primero en el cañón de Añisclo en el lugar de la fotografía. Luego pasaría a Albella donde ejerció como pastor de ovejas. Se cree que también estuvo por la zona de la guarguera para pasar mas tarde al monasterio de San Martín de la Val D'onsera donde fue ordenado sacerdote por el propio San Martín. Retirándose por ultimo a la cueva de Arial en las cercanías de Nocito donde murió a la edad de cien años. A su santuario de Nocito acudían y acuden los habitantes de estas tierras a mostrar su devoción al santo y especialmente en épocas de sequía ya que se le considera abogado de la lluvia. Actualmente la romería a San Urbez se celebra el ultimo domingo del mes de junio.
lunes, 4 de febrero de 2008
Chamonix
Teleférico que comenzando en Chamonix (Francia), llega a Cormayeur (Italia); atravesando el maraviloso mar de hielo y las deslumbrantes Agujas.
Estatua de Horace-Bénédict de Saussure promotor de la primera ascención al Mont Blanc el 8 de agosto de 1786 protagonizada por Paccard y Balmat.
Clable del teleférico que sube a la Aiguille de Midi (3.842 m.)
lunes, 21 de enero de 2008
martes, 15 de enero de 2008
Hizo muy mal tiempo en Gredos I
Desafortunadamente, el pasado jueves 10, no pudimos alcanzar nuestro objetivo de ascender al Almanzor.
La climatología fue absolutamente nefasta.
Poca nieve y totalmente encharcada, lluvia, nubes bajas con reducción de la visibilidad y viento huracanado trayendo pequeños proyectiles de granizo.
El suelo estaba cubierto de una delgada capa de nieve empapada, que ocultaba inmensos charcos y lagunas de agua en sus partes llanas; y en las pendientes, abundaban los riachuelos por cualquier vericueto.
Pareciendo todo ello, un laberinto pantanoso de rocas, hierba, nieve y agua.
Al menos, teníamos unos extraordinarios flamenquines, cocinados magistralmente por nuestro Presidente. Sí, al mal tiempo buena cara; y por supuesto un apetito voraz.
Queso variado: Flor de Esgueva y Brie.
Fiambres, los susodichos flamenquines, callos con garbanzos y solos.
Pan de tahona, consomé de pollo, y todo ello regado con un aromático caldo báquico de la Mancha.
El postre fue, café-carajillo güisqueado.
Habiendo llenado el coleto con esas suculentas viandas, y auspiciados por el sutil y espirituoso postre; observamos una ventana benigna en el cielo y optamos por intentar la subida.
Dejamos el vehículo en la Plataforma nos ataviamos alpinamente y comenzamos la subida.
El soberano peso de las mochilas mordían nuestros hombros. Paso tras paso, la digestión de lo deglutido provocaba alguna que otra ventosidad, y cierto reflujo gástrico.
Al llegar al Prado de las Pozas, contemplamos las pésimas condiciones de los Barrerones. Realizamos un rápido cónclave bajo la lluvia y el viento, y optamos por aclamación dirigirnos hacia los refugios de Icona y Reguero Llano, con la intención de ver si alguno de ellos se encontraba abierto.
Dos preciosos alaska malamute nos reciben a las puertas de refugio de Reguero Llano, y su guarda nos pregunta si pensamos quedarnos. La lluvia, el viento y la ausencia de visibilidad se enseñorean del lugar, y ante nosotros se ofrece la posibilidad de regresar al cálido cobijo de la ciudad; o por el contrario, permanecer en el osco y recio ambiente alpino.
La decisión es tomada con agrado por la totalidad de los miembros del Club. No hay fisuras. Siguiendo decididamente a nuestro Presidente, entramos en el refugio en las primeras horas de la tarde.
Estamos algo mojados y al bajar el moderado nivel etílico que poseíamos, comenzamos a ser conscientes de la triste situación: no podemos ir a la Laguna para ascender el Almanzor. Triste fatalidad. No obstante, estamos en la montaña y eso siempre nos agrada aunque las condiciones no sean las óptimas.
domingo, 13 de enero de 2008
Sir Edmund Hillary ha partido hacia su última ascensión.
El Everest 8.848 metros
Sir Edmund Hilary y el sherpa Tenzing Norgay
"A las 6.30 nos arrastramos fuera de la tienda. Preocupado por mis pies fríos, pedí a Tenzing que partiera y él se alejó del peñasco que protegía nuestra tienda abriendo una hilera de profundas huellas hacia la pronunciada pendiente de nieve en polvo a la izquierda de la arista principal. La arista estaba bañada por la luz del sol y a lo lejos, por encima de nosotros, divisamos la Cumbre Sur. Tenzing, moviéndose cuidadosamente, marcaba peldaños. Alcanzamos su cresta justo donde forma una característica protuberancia de nieve alrededor de 8.500 metros. Desde allí la arista se estrechaba hasta ser como el filo de un cuchillo, y como mis pies estaban ya calientes pasé delante.
Avanzábamos despacio pero ininterrumpidamente. Después de caminar un rato por esta arista más bien penosa, llegamos a una pequeña concavidad donde hallamos las dos botellas de oxígeno abandonadas en el anterior intento de Evans y Bourdillon. Rasqué el hielo de los manómetros y me alivió mucho comprobar que contenían aún varios cientos de litros de oxígeno.
Con la reconfortante certeza de contar con aquellas botellas continué el ascenso abriendo huella por la arista, que pronto se ensanchó, pronunciándose su inclinación para convertirse en la formidable pendiente de nieve que a lo largo de 150 metros asciende hasta la Cumbre Sur. Las condiciones de la nieve parecían peligrosas. Consulté con Tenzing acerca de la conveniencia de seguir adelante y él, aunque admitiendo que no le gustaban las condiciones de la nieve, concluyó con su frase familiar: «Como prefieras». Decidí continuar. No sin alivio, alcanzamos por fin una zona de nieve firme más arriba y, tallando peldaños a lo largo de las últimas pendientes, cramponeamos hacia la Cumbre Sur.
Eran las nueve de la mañana. Contemplamos con interés la arista virgen que teníamos delante. Tanto Bourdillon como Evans habían sido deprimentemente exactos y comprendimos que podía resultar una barrera casi insuperable. Aparentemente sólo había una zona segura: la escarpada pendiente de nieve entre las cornisas, y la pared de roca parecía estar compuesta de nieve firme y compacta. Cavamos unos asientos en la nieve justo debajo de la Cumbre Sur y nos quitamos el oxígeno. Una vez más realicé cálculos mentales. Se había acabado una de las botellas y ahora sólo quedaba una llena. Mientras tallaba peldaños al descender de la Cumbre Sur notaba una clara sensación de libertad y bienestar totalmente contraria a lo que yo hubiera esperado sentir a esta altitud.
Cuando mi piolet mordió en la primera pendiente de la arista, todas mis esperanzas se cumplieron. La nieve era cristalina y firme. Dos o tres golpes rítmicos del piolet bastaban para formar un peldaño suficientemente grande y un firme empujón al piolet lo hundía hasta medio mástil, proporcionando un seguro sólido y reconfortante. Me daba cuenta de que nuestro margen de seguridad a esta altitud no era grande y de que debíamos tomar todas las medidas de precaución. Así, yo avanzaba unos doce metros tallando una línea de peldaños mientras Tenzing me aseguraba. A continuación, yo hundía mi piolet y colocaba algunos anillos de cuerda en torno suyo, y Tenzing, protegido frente a un eventual resbalón, venía a reunirse conmigo. Después, otra vez volvía él a asegurarme mientras yo seguía tallando. Era impresionante mirar desde lo alto de aquella enorme pared de roca y divisar, 2.500 metros más abajo, las diminutas tiendas del campo IV en el Cwm Occidental [léase cum: circo o valle]. Trepando por las rocas y tallando presas en la nieve continuábamos nuestra progresión.
En una de aquellas ocasiones noté que Tenzing reducía el ritmo y parecía respirar con dificultad. Sospeché inmediatamente de su oxígeno. Observé que del tubo de salida de su máscara colgaban carámbanos de hielo, y al observarlo de cerca hallé que estaba completamente obturado por el hielo. Conseguí retirarlo, proporcionándole un gran alivio. Al revisar mi propio equipo descubrí que estaba ocurriendo lo mismo.
El tiempo parecía perfecto. Continué tallando escalones. Para sorpresa mía, estaba disfrutando con la ascensión tanto como jamás había disfrutado en una bella arista de mis Alpes neozelandeses. Después de una hora de marcha ininterrumpida llegamos al pie de un pasaje con aspecto de ser el más formidable problema de la arista: un resalte de roca de unos 15 metros. A aquella altitud, podía significar la diferencia entre el éxito y el fracaso. Aquella roca, lisa y casi desprovista de presas, podría haber sido un interesante problema para un grupo de expertos escaladores del Lake District un domingo por la tarde, pero aquí suponía una barrera para nuestras mermadas fuerzas. En su flanco Este había una gran cornisa, y a lo largo de todo el resalte ascendía una estrecha grieta entre la cornisa y la roca. Dejando que Tenzing me asegurara, me empotré dentro y luego, golpeando hacia atrás con los crampones, hundí las puntas en la nieve dura de detrás de mí y me levanté del suelo. Aprovechando las pequeñas presas en la roca y toda la fuerza de mis rodillas, hombros y codos, ascendí cramponeando literalmente de espaldas, rezando fervientemente para que la cornisa permaneciera unida a la roca.
A pesar del considerable esfuerzo progresé en forma continua aunque lenta, y mientras Tenzing me aseguraba ascendí hasta llegar por fin a lo alto del escalón, arrastrándome fuera de la grieta. Durante algunos momentos me quedé tumbado, recuperando el aliento, y por primera vez sentí la feroz certidumbre de que nada nos impediría ahora alcanzar la cumbre. Me aposté sólidamente e indiqué a Tenzing que subiera. Tiré de la cuerda mientras él luchaba hasta llegar por fin a la reunión, donde se dejó caer exhausto como un gran pez al que acaban de sacar del mar después de una terrible batalla.
La arista continuó en la tónica anterior. Cada vez que dejaba atrás un lomo, se izaba en la distancia otro más alto. El tiempo transcurría y la arista parecía no acabar nunca. Ahora comenzaba a estar cansado. Llevaba dos horas cortando peldaños sin interrupción, y también Tenzing se movía muy despacio. Mientras contorneaba otro recodo, me pregunté algo aburrido hasta cuándo podríamos aguantar. Nuestro entusiasmo inicial había desaparecido casi por completo y todo se iba convirtiendo en una lucha espantosa. De pronto observé que la arista que iba siguiendo, en lugar de ascender monótonamente, descendía de pronto, y mucho más abajo divisé el Collado Norte y el glaciar de Rongbuk. Miré hacia arriba y contemplé una estrecha arista de nieve que ascendía a una cumbre nevada. Unos pocos golpes más del piolet sobre la nieve compacta y estábamos arriba.
Mis sentimientos fueron de alivio: ya no había más peldaños que tallar, más aristas que atravesar ni más lomos que nos engañaran. Miré a Tenzing y a pesar del pasamontañas, las gafas y la máscara incrustada de carámbanos, no podía ocultar la contagiosa sonrisa de puro deleite al contemplar cuanto le rodeaba. Nos estrechamos las manos y entonces Tenzing me echó el brazo sobre los hombros y nos dimos palmadas mutuas en la espalda hasta quedar casi sin aliento. Eran las 11.30. En la arista habíamos invertido dos horas y media, pero pareció una vida entera".
Sir Edmund Hilary y el sherpa Tenzing Norgay
El pasado viernes 11 de enero de 2008 murió el conquistador del Everest a los 88 años.
El 29 de mayo de 1953, Hillary en compañía del sherpa Tenzing Norgay, pisaron la cumbre de 8.848 metros de altitud de la montaña más alta de la tierra: el Everest.
El mismo Hillary nos describe sus últimos esfuerzos para coronar la cumbre del planeta:
"A las 6.30 nos arrastramos fuera de la tienda. Preocupado por mis pies fríos, pedí a Tenzing que partiera y él se alejó del peñasco que protegía nuestra tienda abriendo una hilera de profundas huellas hacia la pronunciada pendiente de nieve en polvo a la izquierda de la arista principal. La arista estaba bañada por la luz del sol y a lo lejos, por encima de nosotros, divisamos la Cumbre Sur. Tenzing, moviéndose cuidadosamente, marcaba peldaños. Alcanzamos su cresta justo donde forma una característica protuberancia de nieve alrededor de 8.500 metros. Desde allí la arista se estrechaba hasta ser como el filo de un cuchillo, y como mis pies estaban ya calientes pasé delante.
Avanzábamos despacio pero ininterrumpidamente. Después de caminar un rato por esta arista más bien penosa, llegamos a una pequeña concavidad donde hallamos las dos botellas de oxígeno abandonadas en el anterior intento de Evans y Bourdillon. Rasqué el hielo de los manómetros y me alivió mucho comprobar que contenían aún varios cientos de litros de oxígeno.
Con la reconfortante certeza de contar con aquellas botellas continué el ascenso abriendo huella por la arista, que pronto se ensanchó, pronunciándose su inclinación para convertirse en la formidable pendiente de nieve que a lo largo de 150 metros asciende hasta la Cumbre Sur. Las condiciones de la nieve parecían peligrosas. Consulté con Tenzing acerca de la conveniencia de seguir adelante y él, aunque admitiendo que no le gustaban las condiciones de la nieve, concluyó con su frase familiar: «Como prefieras». Decidí continuar. No sin alivio, alcanzamos por fin una zona de nieve firme más arriba y, tallando peldaños a lo largo de las últimas pendientes, cramponeamos hacia la Cumbre Sur.
Eran las nueve de la mañana. Contemplamos con interés la arista virgen que teníamos delante. Tanto Bourdillon como Evans habían sido deprimentemente exactos y comprendimos que podía resultar una barrera casi insuperable. Aparentemente sólo había una zona segura: la escarpada pendiente de nieve entre las cornisas, y la pared de roca parecía estar compuesta de nieve firme y compacta. Cavamos unos asientos en la nieve justo debajo de la Cumbre Sur y nos quitamos el oxígeno. Una vez más realicé cálculos mentales. Se había acabado una de las botellas y ahora sólo quedaba una llena. Mientras tallaba peldaños al descender de la Cumbre Sur notaba una clara sensación de libertad y bienestar totalmente contraria a lo que yo hubiera esperado sentir a esta altitud.
Cuando mi piolet mordió en la primera pendiente de la arista, todas mis esperanzas se cumplieron. La nieve era cristalina y firme. Dos o tres golpes rítmicos del piolet bastaban para formar un peldaño suficientemente grande y un firme empujón al piolet lo hundía hasta medio mástil, proporcionando un seguro sólido y reconfortante. Me daba cuenta de que nuestro margen de seguridad a esta altitud no era grande y de que debíamos tomar todas las medidas de precaución. Así, yo avanzaba unos doce metros tallando una línea de peldaños mientras Tenzing me aseguraba. A continuación, yo hundía mi piolet y colocaba algunos anillos de cuerda en torno suyo, y Tenzing, protegido frente a un eventual resbalón, venía a reunirse conmigo. Después, otra vez volvía él a asegurarme mientras yo seguía tallando. Era impresionante mirar desde lo alto de aquella enorme pared de roca y divisar, 2.500 metros más abajo, las diminutas tiendas del campo IV en el Cwm Occidental [léase cum: circo o valle]. Trepando por las rocas y tallando presas en la nieve continuábamos nuestra progresión.
En una de aquellas ocasiones noté que Tenzing reducía el ritmo y parecía respirar con dificultad. Sospeché inmediatamente de su oxígeno. Observé que del tubo de salida de su máscara colgaban carámbanos de hielo, y al observarlo de cerca hallé que estaba completamente obturado por el hielo. Conseguí retirarlo, proporcionándole un gran alivio. Al revisar mi propio equipo descubrí que estaba ocurriendo lo mismo.
El tiempo parecía perfecto. Continué tallando escalones. Para sorpresa mía, estaba disfrutando con la ascensión tanto como jamás había disfrutado en una bella arista de mis Alpes neozelandeses. Después de una hora de marcha ininterrumpida llegamos al pie de un pasaje con aspecto de ser el más formidable problema de la arista: un resalte de roca de unos 15 metros. A aquella altitud, podía significar la diferencia entre el éxito y el fracaso. Aquella roca, lisa y casi desprovista de presas, podría haber sido un interesante problema para un grupo de expertos escaladores del Lake District un domingo por la tarde, pero aquí suponía una barrera para nuestras mermadas fuerzas. En su flanco Este había una gran cornisa, y a lo largo de todo el resalte ascendía una estrecha grieta entre la cornisa y la roca. Dejando que Tenzing me asegurara, me empotré dentro y luego, golpeando hacia atrás con los crampones, hundí las puntas en la nieve dura de detrás de mí y me levanté del suelo. Aprovechando las pequeñas presas en la roca y toda la fuerza de mis rodillas, hombros y codos, ascendí cramponeando literalmente de espaldas, rezando fervientemente para que la cornisa permaneciera unida a la roca.
A pesar del considerable esfuerzo progresé en forma continua aunque lenta, y mientras Tenzing me aseguraba ascendí hasta llegar por fin a lo alto del escalón, arrastrándome fuera de la grieta. Durante algunos momentos me quedé tumbado, recuperando el aliento, y por primera vez sentí la feroz certidumbre de que nada nos impediría ahora alcanzar la cumbre. Me aposté sólidamente e indiqué a Tenzing que subiera. Tiré de la cuerda mientras él luchaba hasta llegar por fin a la reunión, donde se dejó caer exhausto como un gran pez al que acaban de sacar del mar después de una terrible batalla.
La arista continuó en la tónica anterior. Cada vez que dejaba atrás un lomo, se izaba en la distancia otro más alto. El tiempo transcurría y la arista parecía no acabar nunca. Ahora comenzaba a estar cansado. Llevaba dos horas cortando peldaños sin interrupción, y también Tenzing se movía muy despacio. Mientras contorneaba otro recodo, me pregunté algo aburrido hasta cuándo podríamos aguantar. Nuestro entusiasmo inicial había desaparecido casi por completo y todo se iba convirtiendo en una lucha espantosa. De pronto observé que la arista que iba siguiendo, en lugar de ascender monótonamente, descendía de pronto, y mucho más abajo divisé el Collado Norte y el glaciar de Rongbuk. Miré hacia arriba y contemplé una estrecha arista de nieve que ascendía a una cumbre nevada. Unos pocos golpes más del piolet sobre la nieve compacta y estábamos arriba.
Mis sentimientos fueron de alivio: ya no había más peldaños que tallar, más aristas que atravesar ni más lomos que nos engañaran. Miré a Tenzing y a pesar del pasamontañas, las gafas y la máscara incrustada de carámbanos, no podía ocultar la contagiosa sonrisa de puro deleite al contemplar cuanto le rodeaba. Nos estrechamos las manos y entonces Tenzing me echó el brazo sobre los hombros y nos dimos palmadas mutuas en la espalda hasta quedar casi sin aliento. Eran las 11.30. En la arista habíamos invertido dos horas y media, pero pareció una vida entera".
En el siguiente vídeoclip veremos una bonita historia de alpinismo con música de Rammstein.
viernes, 4 de enero de 2008
Suscribirse a:
Entradas (Atom)